En una zanja profunda hasta la cintura junto a la Autovía 1 de España, una docena de voluntarios con guantes de goma cepillan arcilla oscura que cubre restos de huesos humanos. Sus rodillas se apoyan sobre cojines de espuma, y una carpa blanca los protege del sol del verano boreal. Es julio de 2011; 75 veranos después de que en España estallara una guerra civil que llevó a los huesos de 59 personas a ese suelo.
A pocos pasos de la zanja, los voluntarios sostienen micrófonos frente al murmullo de los ancianos de la localidad de Gumiel de Izán, en la región centro-norte de Castilla y León. Esos ancianos, que albergan recuerdos de ejecuciones sumarias en ese sitio, bien pueden ser los hermanos menores, los vecinos y los hijos de los que están en esa tumba. Pero al momento de la exhumación, nadie lo sabe a ciencia cierta. En lugar de ello, los voluntarios documentan y recogen los restos físicos, y consiguen y graban las memorias imperfectas que fueron suprimidas durante cuatro décadas de dictadura.
Tales sitios se encuentran esparcidos por toda España, desde las Islas Canarias hasta La Mancha y las Islas Baleares. Las estimaciones recientes sugieren que alrededor de 2.000 fosas comunes pueden guardar los restos de hasta 150.000 víctimas de apresuradas ejecuciones durante la guerra.
Desde que terminó la guerra civil española en 1939, los españoles han buscado a familiares desaparecidos y también respuestas sobre lo que les sucedió. La guerra estalló en 1936, cuando una facción conservadora procatólica se rebeló contra el gobierno elegido, secular y progresista. Unas 500.000 personas murieron durante los tres años que duró la guerra. La dictadura de Francisco Franco que siguió —y que duraría hasta finales de la década de 1970— se centró en el uso de investigación forense para identificar y enterrar a sus propios muertos en la guerra, a menudo descuidando a las víctimas del otro bando. Sin embargo, el posterior auge de la genética forense en la década de los 80, y una nueva atmósfera política en las décadas de 1990 y 2000, le han dado a los españoles nuevas herramientas con las que buscar a sus familiares desaparecidos.
El antropólogo social Francisco Ferrándiz, del Instituto de Lengua, Literatura y Antropología de Madrid, perteneciente al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, también estuvo presente en la exhumación en Gumiel de Izán en ese día de julio. Allí, su papel fue ayudar a registrar los frágiles recuerdos de los ancianos. También documentó el uso creciente de técnicas forenses y genéticas por parte de otros investigadores. Hoy, Ferrándiz dice que él y esos investigadores comparten el sentido de que “la responsabilidad social, la responsabilidad cívica, era tratar de que esta información circulara por el espacio público para que la gente pudiera entender mejor”.
Cuando una red de generales españoles declaró la guerra contra su gobierno en julio de 1936, los hermanos gemelos Guillem y Ramón Malagarriga, entonces de 20 años, tejedores en una fábrica textil rural en l’Ametlla de Merola, pensaron en escapar. En los primeros meses de la guerra reinó el denominado “terror caliente”. Tanto los rebeldes, llamados Nacionales*, por un lado, y los Republicanos, por el lado del gobierno, mataban a miles de civiles y los enterraban en fosas comunes de poca profundidad. Mientras el golpe maduraba hasta convertirse en una guerra que movilizó a millones de soldados, los hermanos Malagarriga recibieron un llamado de alistamiento por parte del gobierno.
La Guerra Civil española fue la culminación de décadas de oscilaciones de la brújula política, desde la monarquía a la república, a la dictadura, y de vuelta a la república. De las 500.000 vidas perdidas en la guerra, unas 150.000 eran de civiles muertos por ejecución sumaria. Los historiadores estiman que decenas de miles de las víctimas acabaron en tumbas poco profundas a los lados de las carreteras donde fueron “sacados” o “llevados de paseo” por sus asesinos, como las personas cuyos restos fueron encontrados cerca de Gumiel de Izán. En otros casos, las autoridades le dispararon a sus prisioneros en los cementerios, donde las víctimas caían directamente en fosas comunes. En medio de esto, los hermanos Malagarriga y dos primos optaron por huir en lugar de luchar.
Cada familia española tiene una historia como esta: una elección que hicieron sus seres queridos en 1936 de pasar inadvertidos, salir del país, o unirse al alboroto de un lado, del otro, o de ambos.
En agosto de 1937, los hermanos Malagarriga encontraron refugio contra el reclutamiento militar en la casa de su abuela, en el campo. Más tarde atravesaron los Pirineos hacia Andorra. Guillem y sus dos primos lo lograron, pero en algún lugar del camino Ramón fue capturado. En octubre de 1937, Guillem volvió a buscar a su hermano y descubrió que Ramón había sido apresado por esquivar el servicio militar. Según los relatos de la familia, Guillem se entregó para evitar represalias contra su familia debido a su propia deserción. Los registros obtenidos por el hijo de Ramón, Marc Antoni Malagarriga, un consultor de software en Manresa, revelan que las autoridades trasladaron a Guillem entre prisiones y un campo de trabajo. La última señal de vida de Guillem es una postal fechada en septiembre de 1938.
A finales de 1938, las fuerzas nacionales ya habían partido en dos el territorio controlado por el gobierno de España. En abril de 1939, los nacionales declararon la victoria. Ramón, liberado de la prisión, volvió a su ciudad natal. Los otros Malagarriga sin duda se preguntaron dónde había terminado Guillem, pero entonces no era oportuno hacer preguntas.
Durante la guerra, el general Francisco Franco le dijo a James Miller, reportero de United Press, que no habría “mediación porque los delincuentes y sus víctimas no pueden vivir juntos”. Después de terminar la guerra, Franco, que para entonces tenía el poder absoluto, cumplió su amenaza. Aquellos a los que los nacionales consideraban “delincuentes”, debido a su actividad política o militar en el pasado, perdieron muchos de los elementos básicos de la ciudadanía. El Estado tomó sus bienes, invalidó su calificación profesional, encarceló a muchos, y ejecutó al menos a varias decenas de miles de personas en la década siguiente.
A pesar de la agobiante pobreza de la posguerra a principios de 1940, el nuevo gobierno de España comenzó a exhumar y a volver a enterrar a sus propios muertos en los cementerios de las iglesias y criptas familiares. Como hace cualquier lado vencedor, el nuevo gobierno nacional escribió su historia. Está inscrita en la piedra en los cementerios de todo el país: “Caídos por Dios y por España”.
También hay evidencia de exhumaciones clandestinas después de la guerra, realizadas por personas que conocían la ubicación de los familiares enterrados que no habían caído por Dios o por la España nacional. Algunos exhumaron y volvieron a enterrar los restos en sus propios términos. Si bien a veces la ropa o algunas claves forenses básicas, como la altura, ayudaron a identificar a los individuos, en muchos casos esos grupos de huesos exhumados se enterraron todos juntos. Los familiares de ambos bandos del conflicto a menudo se resignaron a ceder los restos de sus seres queridos a una fosa común.
El estatus no oficial de esas muertes durante la guerra continuó teniendo repercusiones incluso después de que terminara la dictadura con la muerte de Franco en 1975. Por ejemplo, las viudas de los desaparecidos durante la guerra no podían cobrar una pensión si carecían de un certificado de defunción y del cuerpo de su marido. Muchas familias llevaron a cabo una ola inicial e informal de exhumaciones en la década de 1970 y principios de los 80 sin el beneficio del apoyo forense. En ese momento, “nadie esperaba una identificación genética”, dice Ferrándiz, y la identificación de los restos era menos precisa, a menudo mezclando los restos de personas que murieron juntas.
En 2000, Emilio Silva, entonces un periodista que trabaja en el programa de televisión “Caiga Quien Caiga” en Madrid, comenzó una campaña para identificar los restos de su abuelo, que fue ejecutado sumariamente durante la guerra. Silva reclutó antropólogos, biólogos y otros investigadores, que investigaron registros históricos, excavaron una fosa común, y hallaron 13 esqueletos. En 2001, el grupo encontró una coincidencia de ADN entre Silva y algunos de los restos. Fue la primera identificación con ayuda del ADN de restos de la Guerra Civil española. Desde entonces, los casos judiciales y cientos de exhumaciones en todo el país han sacado de la oscuridad a varios esqueletos de la guerra de España y los puso en el centro de un feroz debate público acerca de cómo reconciliar la violenta historia del país.
A pesar de las nuevas capacidades para sondear el pasado, algunos españoles prefieren no mirar atrás. En marzo de 2016, un destacado periodista de la televisión le preguntó al presidente en funciones, Mariano Rajoy, del Partido Popular, sobre los miles de españoles que todavía no sabían dónde estaban enterrados sus abuelos. Rajoy respondió: “No tengo claro que sea cierto eso que usted me dice, ni que pueda hacer nada el Gobierno para arreglarlo. Lo que me parece más de sentido común es que intentemos que cosas de esas no se vuelvan a repetir en el futuro y no estando dándole vueltas de manera continuada al pasado”.
Rajoy y otros pueden temer que iniciativas como las de Silva amenacen con socavar el espíritu de la Ley de Amnistía de España de 1977. Esta ley fue aprobada durante la transición del país de la dictadura a la democracia, y perdonó actos tipificados como delitos y faltas por motivos políticos, tanto a favor como en contra de la dictadura. Protegió a los miembros de los partidos de oposición que eran ilegales bajo la dictadura, pero también les permitió participar en futuros gobiernos a los que se habían establecido y trabajado durante la dictadura. El espíritu de esta ley se conoce como el Pacto del Olvido. Hasta ahora, los tribunales españoles han defendido la amnistía. Pero al reclutar a los investigadores para aplicar las últimas técnicas forenses, casos como el de Silva exhortan a fuerzas que no contribuyen ni incitan a olvidar: la biología y las leyes internacionales de derechos humanos.
Aún así, el caso de Silva fue único. Aparte de ser el primero en usar el ADN para identificar restos vinculados a la Guerra Civil española, la evidencia histórica relacionó a su abuelo con una fosa común con 13 cuerpos. Eso hizo posible comparar su ADN con solo 13 conjuntos de restos y producir una coincidencia más probable. Pero gracias al resultado fortuito y su fuerte presencia en los medios, muchos familiares de desaparecidos se pusieron en contacto con Silva con el fin de buscar ayuda para encontrar a sus propios familiares.
El tema alcanzó un pico en 2007, cuando el gobierno socialista de España aprobó una ley de “memoria histórica” que estableció que el gobierno nacional facilitara y subvencionara la identificación de las víctimas de la represión franquista. El gobierno gastó un total de 25 millones de euros para apoyar a los grupos privados que buscaron a los desaparecidos hasta 2011, cuando otro partido llegó al poder y cortó la financiación.
Aún así, la posibilidad de comparar ADN no garantiza que una familia pueda identificar a sus familiares desaparecidos. Los parientes vivos de hoy no son generalmente descendientes directos, señala Marian Martínez de Pancorbo, bióloga de la Universidad del País Vasco en Álava. Y el ADN recogido de las tumbas a menudo se ha degradado, complicando la comparación. Los ácidos del suelo húmedo pueden inhibir las reacciones que los investigadores utilizan para amplificar las muestras de ADN para la identificación. Las moléculas de ADN son largas, complicadas y difíciles de manejar, y requieren una conservación constante en seres vivos. Pero los campos de la paleontología y la antropología han colaborado para desarrollar técnicas mejoradas para la recolección de pequeñas muestras de ADN de los Neandertales y de otros humanos tempranos, junto con los grandes mamíferos, que se encuentran en cuevas de todo el mundo. Solo en la última década o dos los investigadores encontraron maneras de extraer ADN de huesos antiguos, degradado por miles de años de exposición al agua, el suelo y la acción microbiana, y amplificarlo lo suficiente como para hacer inferencias significativas. Esas mismas técnicas se aplican a los huesos de la Guerra Civil española, que datan de hace décadas.
De Pancorbo y sus colegas habían estado trabajando en ADN prehistórico, sin relación con las guerras modernas, cuando el antropólogo forense Francisco Etxeberria, de la Universidad del País Vasco en San Sebastián, se acercó a su grupo de investigación en busca de ayuda para identificar restos que databan de la Guerra Civil. Etxeberria surgió como un actor clave entre aquellos que estudian las exhumaciones de la Guerra Civil. El año pasado, Etxeberria y de Pancorbo escribieron en conjunto una revisión de sus análisis genéticos realizados sobre los restos de 252 personas de los cinco años anteriores.
El equipo informó que fueron capaces de cuantificar el ADN en aproximadamente dos tercios de los casos, en su mayoría usando todos los dientes o muestras obtenidas de huesos largos como los de las piernas. También han recolectado ADN de 186 familiares vivos y compararon marcadores genéticos de varios tipos. Una de sus innovaciones importantes ha sido establecer marcadores en el ADN nuclear, que está disponible gracias a la mejora de las técnicas de extracción, y que ahora les permite comparar el ADN de los restos exhumados con los descendientes de ambos sexos.
Marc Antoni Malagarriga, el consultor de software, ha hecho que su misión sea ayudar a los investigadores a conectar esas evidencias forenses con el ADN de los familiares vivos. En 2011, le preguntó a la genetista forense Carme Barrot, de la Universidad de Barcelona, si ella almacenaría su ADN, con la esperanza de algún día poder identificar los restos de su tío. Si bien la universidad tomó su muestra de ADN, y también comenzó a recolectar las de los demás, las exhumaciones son responsabilidad de un comité de gobierno regional catalán para fosas comunes. Entre el comité y los esfuerzos que lo antecedieron, solo se han excavado 21 de las cerca de 230 fosas comunes en su jurisdicción (otras estimaciones llegan a cerca de 350). El gobierno regional catalán ha recibido al menos 4.774 solicitudes de ayuda para encontrar a familiares perdidos en la Guerra Civil; asegura haber identificado las tumbas de 527 víctimas.
Malagarriga nunca conoció a su tío Guillem. Sin embargo, junto a otras personas comenzó una campaña para establecer protocolos para la recolección de muestras de restos exhumados, para el almacenamiento de ADN en un banco, y para dar a conocer la existencia de ese banco. Ellos enviaron propuestas al Parlamento autonómico catalán y aportaron pruebas a una delegación de las Naciones Unidas, que visitó España en septiembre de 2013, para investigar desapariciones forzadas y la respuesta del gobierno actual. “Por un lado, lo haces por las personas que hablaron contigo acerca de [Guillem]”, dice, como su padre y sus tías fallecidas. “Y también lo hago porque nuestros gobiernos tienen que hacer el trabajo humanitario como Dios manda”, agregó.
La delegación de la ONU señaló que buscar la verdad de lo que sucedió con los desaparecidos es una obligación para los estados que han firmado, en 1992, una declaración sobre las desapariciones forzadas; España lo hizo en 2007. La delegación también se refirió a la ausencia de una base central de datos genéticos en España para la identificación de los desaparecidos.
“Creo que lo más útil sería un banco oficial, donde todos pongamos nuestros datos”, dice Barrot. De esa manera, todos los participantes podrían ponerse de acuerdo sobre las normas de identificación comunes y las normas éticas, y el banco tendría una mayor reserva de desaparecidos y parientes que los buscan. Esto ya está ocurriendo en Vietnam, Polonia, Argentina, Guatemala, y otros sitios donde hubo desapariciones forzadas masivas. Pero en España, la mezcolanza de laboratorios capaces de construir una base de datos opera solo a nivel local. Carecen de capacidad para compartir datos de forma sistemática entre ellos. La comprobación cruzada y a gran escala de los perfiles genéticos más completos requeriría herramientas caras de investigación criminal que el Estado español no ha compartido con la universidad u otros investigadores de fosas de la guerra civil, dice Ferrándiz.
En lugar de ello, continúa el activismo desde abajo hacia arriba, sin el apoyo o subsidios obligados por la ley de memoria histórica de 2007. En Cataluña, Barrot y Malagarriga han estado publicitando su creciente banco de ADN, pero hasta ahora solo han sabido de 140 de las 4.800 familias con parientes desaparecidos registrados con el gobierno regional catalán. Malagarriga es uno de los pocos que han pagado los 150 euros (170 dólares) que cuesta proporcionar una muestra relevante de ADN. Incluso si los hijos de los muertos de la guerra, que ahora tienen casi 80 años, dejan muestras genéticas, muy pocos podrán ver los huesos de sus antepasados. Esa generación todavía no ha terminado con la guerra, dice Barrot: “Algunos de los niños todavía tienen miedo de hablar de ello, porque han sido reprimidos tanto tiempo. Eso es lo que me impresiona. Hemos tenido [40] años de democracia”.
Malagarriga dice que, además de la inercia institucional habitual, muchos funcionarios no están interesados o son reticentes a cooperar con las investigaciones de la guerra civil. “La memoria está frenada por todos los lados por los pactos de la Transición”, dice.
España también está sometida por todos los lados por los innegables marcadores físicos de sus recuerdos. A unos 60 kilómetros al noroeste de Madrid, una cordillera de color verde oscuro serpentea hacia el norte. Los excursionistas pueden caminar a lo largo de los restos de trincheras y fortificaciones construidas durante la Guerra Civil, de pico a pico a lo largo de la cadena montañosa. Hoy, asomándose desde esa cadena montañosa hacia Madrid, los visitantes pueden ver una cruz de piedra de 150 metros en lo alto de un peñon natural.
La cruz y el complejo que la rodea, llamado el Valle de los Caídos, comprenden el memorial más grande de España y el lugar de descanso de los muertos de la Guerra Civil. Al final de esa contienda, Franco ordenó la construcción del sitio para conmemorar a los muertos de ambos bandos. Su basílica está en una escala comparable con la de San Pedro en Roma. El suelo debajo de ella contiene entre 33.700 y 50.000 muertos de la guerra, exhumados y enterrados de nuevo, muchos incluso antes de ser identificados. Es uno de los sitios turísticos más visitados de España, y cada año los activistas lo visitan para rendir homenaje a Franco, que está enterrado allí. Aún así, otros activistas lo visitan para protestar. Los críticos argumentan que el sitio es un símbolo de la mano dura de la dictadura, que nunca consultó a las familias de los muertos provenientes del lado de los vencidos enterrados allí. Esa es una parte de la actual disputa sobre cómo España debería haber manejado los cuerpos y las reputaciones de aquellos que murieron en la guerra y sus supervivientes.
Desde entonces, la política de no intervención del estado ha enlentecido las identificaciones e hizo poco probable que los investigadores puedan vincular muchos más parientes vivos con las cerca de 8.500 víctimas de la Guerra Civil que se han encontrado hasta ahora en 400 exhumaciones científicas realizadas desde 2000.
Malagarriga quizás nunca encuentre a su tío, pero la búsqueda le ha dado una forma de comunicarse con su padre y sus tías, que le contaban anécdotas sobre su tío perdido. También ayudó a crear un banco de datos genéticos que a su vez puede ayudar a otros a encontrar a sus propias familias. Reunir evidencia genética es más fácil que nunca antes. Y tal vez con presión internacional, quienes quieran identificar a un desaparecido podrán hacerlo, a pesar del gobierno. En su texto, Ferrándiz llama a esto “ciudadanía biológica transnacional”. La biología puede ofrecer formas de recuperar las historias familiares destrozadas por el colapso del Estado. Puede ayudar a unir décadas de mediación y abandono. Pero los parientes más cercanos de los muertos de la guerra civil española se están quedando sin tiempo, y muchos no van a vivir lo suficiente para ver que suceda.
La maraña de huesos desenterrados en Gumiel de Izán en 2011 ahora descansa en un panteón común en las cercanías de Aranda de Duero. El dinero público para la identificación de los restos se acabó en 2012, por lo que se quedarán allí hasta que aparezca más apoyo financiero, dice Ferrándiz. Algo de apoyo ha llegado desde fuera: en 2015, Silva y la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (que co-fundó Silva) ganaron un premio de 100.000 dólares de los Archivos de la Brigada Abraham Lincoln, de EE.UU., y la Fundación Puffin. Y algunos fondos han surgido de gobiernos regionales: en 2016, el gobierno catalán ha presupuestado 113.000 dólares para algunas exhumaciones. España enfrenta nuevas elecciones este mes, y algunos partidos políticos han prometido restaurar los fondos para la búsqueda de los desaparecidos.
Pero hay poca certeza, y menos tiempo, para los descendientes vivos de los desaparecidos españoles. “Eso ha sido triste para mí como ciudadano”, dice Ferrándiz. “Como investigador, es solo un dato más, pero es triste como ciudadano”.
Originalmente publicado por Sapiens en inglés: [html] [pdf] y republicado en Scientific American: [html] [pdf] y Scientific American en Español: [html] [pdf].